¿Qué significa hoy ser una escuela católica? Claves desde el magisterio de la Iglesia
La Iglesia ha vuelto a hablar con claridad sobre uno de sus compromisos más importantes y a la vez más desafiantes: la educación. La reciente Instrucción «La identidad de la escuela católica. Para una cultura del diálogo», publicada por la Congregación para la Educación Católica, pone sobre la mesa una reflexión profunda y valiente sobre lo que significa hoy mantener viva la identidad católica en nuestros centros educativos.
Una identidad en tensión
Vivimos tiempos de gran transformación. La secularización, el pluralismo cultural, los nuevos lenguajes antropológicos y la fragmentación social suponen un reto inmenso para quienes educamos desde la fe. Pero el documento parte de una convicción clara: no hay verdadero diálogo si no hay identidad. Solo desde una identidad cristiana bien arraigada se puede entrar en conversación con el mundo y ofrecer una propuesta que transforme.
Ser una escuela católica no es simplemente tener un crucifijo en la entrada o celebrar algunas misas durante el curso. Es algo mucho más profundo y desafiante: implica que toda la vida del centro –desde la pedagogía hasta las relaciones, desde los contenidos hasta el ambiente educativo– esté animada por el Evangelio de Jesucristo.
Comunidad educativa: corresponsabilidad y misión
El texto insiste en que todos los miembros de la comunidad escolar son responsables de la identidad católica: directivos, docentes, personal no docente, alumnos y familias. Esta identidad no recae únicamente en el capellán o en los profesores de religión; se vive en cada aula, en cada conversación, en cada decisión educativa.
Los directores están llamados a ser más que gestores: deben actuar como líderes pastorales, en comunión con la Iglesia. Los docentes, por su parte, han de ser auténticos testigos de la fe, no solo transmisores de conocimientos. Y las familias, primer lugar de la educación, deben implicarse activamente y conocer en profundidad el proyecto educativo.
Escuelas abiertas, no diluidas
Uno de los puntos más sugerentes de la Instrucción es la llamada a ser escuelas abiertas al diálogo, pero sin diluir la identidad. En un contexto multicultural y multirreligioso, la escuela católica no excluye, pero sí proclama sin ambigüedades que Jesucristo es el centro de su propuesta educativa. El diálogo no es concesión ideológica, sino acto de caridad intelectual y espiritual.
El gran reto de hoy: formar un claustro con alma católica
De todo el documento, quizá el punto más difícil de llevar a la práctica hoy en día sea este: garantizar un claustro coherente con la identidad católica del centro.
Nos enfrentamos a una triple dificultad:
- Por un lado, la legislación de muchos países impide seleccionar docentes en base a su fe, aunque esta sea esencial para el proyecto educativo.
- Por otro, cada vez resulta más difícil encontrar profesionales con una vivencia cristiana profunda y comprometida, especialmente en contextos secularizados.
- Y, en tercer lugar, muchos centros temen aplicar cláusulas claras de identidad por miedo al rechazo social o mediático.
La consecuencia de todo ello es que la escuela católica corre el riesgo de convertirse en una institución formalmente cristiana, pero internamente desdibujada. Una escuela que, por querer agradar a todos, termina sin ofrecer un testimonio claro a nadie.
Entre el ideal proclamado y la práctica cotidiana: contradicciones que duelen
El documento habla con fuerza de diálogo, cuidado, comunión y centralidad del Evangelio. Pero no se puede ocultar que, en no pocos contextos, se producen graves disonancias entre lo que se proclama y lo que se practica. Algunas de estas contradicciones claman al cielo, y si no se reconocen, se corre el riesgo de vaciar de contenido las palabras.
Estas son algunas realidades que pueden ilustrarlo:
- Mercantilización de los colegios, donde el ideario queda subordinado a criterios de rentabilidad, y el marketing institucional sustituye al testimonio.
- Lejanía del que hace cabeza en redes o fundaciones educativas, que actúan como entes abstractos, olvidando el rostro humano y concreto de las comunidades escolares.
- Desprotección del que sufre, ya sea por enfermedad, desgaste emocional, conflictos internos o procesos de desvinculación, tratados a menudo con frialdad y sin acompañamiento pastoral.
- Pensar que el dinero resuelve los problemas, cuando lo que más falta hace es presencia, escucha, liderazgo con alma y una mirada creyente.
- No escuchar con serenidad y empatía a los miembros de la comunidad, especialmente cuando expresan dolor, críticas o sugerencias. La escucha, tantas veces invocada, es uno de los bienes más escasos.
- Dejar heridos en los procesos de cambio, especialmente en las salidas de personal, a veces ejecutadas con dureza y sin un cierre humano ni espiritual.
Estas realidades, lejos de invalidar el mensaje de la Instrucción, urgen a vivirlo con mayor profundidad y coherencia. Lo que está en juego no es solo la imagen de una institución, sino el alma del proyecto educativo católico.
Un camino de esperanza
El texto no se queda en la denuncia. Propone caminos de renovación: formación continua, códigos de conducta vinculantes, diálogo con las autoridades civiles, estructuras de evaluación institucional, y sobre todo, una llamada a la valentía pastoral. Ser escuela católica hoy es un acto misionero. Y como todo acto misionero, requiere coraje, discernimiento y confianza en la acción del Espíritu.
“Educar –nos recuerda el Papa Francisco– es un acto de esperanza”. Y añadiría: educar en una escuela católica es un acto de fidelidad creativa al Evangelio.

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