Del mismo modo que la insistencia en el aprendizaje
de los contenidos tiende a dejar en un segundo plano la formación de las
actitudes y el dominio de los procedimientos, la valoración excesiva de la
espontaneidad suele restarle importancia al valor del esfuerzo personal en el
proceso educativo. En todas las etapas de la enseñanza, pero especialmente en
la educación infantil, es necesario tener muy en cuenta que la capacidad de
esforzarse también se aprende y que puede potenciarse si se emplean las estrategias adecuadas.
Descrédito del esfuerzo
Al igual que ha ocurrido con facultades humanas como
la memoria o la voluntad, la disciplina y el esfuerzo personal también han
padecido la minusvaloración e incluso el rechazo frontal por parte de ciertas
tendencias pedagógicas muy en boga en tiempos recientes.
Las reacciones frente al autoritarismo en la
enseñanza, por un lado, y los corrosivos efectos de la mitificación de la
espontaneidad, por otro, han desembocado no sólo en el rechazo de toda acción
coercitiva como práctica pedagógica adecuada, sino también en el escaso valor
concedido al afán de superación y a la necesidad del trabajo personal sostenido
como palancas decisivas en las que debe apoyarse la educación.
Sin embargo, todo aprendizaje implica un esfuerzo.
Un factor determinante del éxito escolar en todas sus etapas es el desarrollo,
cultivo y afianzamiento de la voluntad de aprender. Desde el punto de vista que
aquí nos interesa, esa voluntad de aprender posee el sentido de un doble
querer. Por un lado, es un querer saber,
que se traduce en una actitud de atención hacia el mundo, nuestros semejantes,
nosotros mismos, con un interés que no es sino manifestación del impulso básico
de curiosidad en el que Aristóteles cifraba el inicio de la filosofía.
Por otro, es también un querer poner los medios para saber; esto es, estar dispuesto a
movilizar a favor de la búsqueda que todo aprendizaje supone la mayor cantidad
posible de recursos personales propios mediante el esfuerzo.
Una y otra condición configuran la doble vertiente
de una verdadera implicación autónoma del alumno en el proceso educativo, lo
que le convierte en el sujeto activo antes que en un mero receptor de un
proceso controlado e impuesto por otros y vivido (sufrido), en consecuencia,
como una experiencia completamente frustrante. O dicho en otras palabras: si el
alumno no siente que es el verdadero protagonista del proceso educativo, será
inútil cualquier solicitud de participación que se le haga.
El esfuerzo también se aprende
Si hay un momento en que la necesidad del esfuerzo
que exige el aprendizaje se plantea ante el niño o la niña como una exigencia
por completo nueva, o al menos totalmente diferente a lo hasta entonces
experimentado, es sin duda al producirse su primera escolarización; es decir,
en la etapa de educación infantil (de 3 a 5 años). Es precisamente en esta
etapa en la que deben establecerse las bases para que el alumnado pueda ir
interiorizando la necesidad de esforzarse como parte esencial de su
responsabilidad en el proceso educativo.
No hay que perder de vista que esta primera
experiencia, por sí sola, diversas situaciones exigentes para el alumno recién
incorporado a la vida escolar. Así, debe adaptarse al grupo, al nuevo espacio
del colegio, a los nuevos indicadores de tiempo que van determinar los
diferentes periodos de aprendizaje…, conductas todas ellas que exigen, en mayor
o menor medida, una superación de pautas de conducta inadecuadas y, sobre todo,
la paulatina incorporación de otras nuevas que pueden resultar muy exigentes.
No hay que perder de vista que el paso del entorno familiar a la vida escolar
es uno de los mayores cambios que las personas experimentamos en nuestra vida.
Además, desde el primer momento el alumno debe
esforzarse para poder alcanzar los objetivos fundamentales de esta etapa, entre
los que figuran:
·
Ir conquistando progresivamente su autonomía
personal: ser capaces de vestirse y desnudarse ellos solos, mantener el propio
aseo personal, cuidar del entorno en el que se desenvuelven, etc.
·
Aprender a controlar sus impulsos y emociones
con el fin de lograr el equilibrio personal: saber evitar las “rabietas” y
asimilar las pequeñas frustraciones de cada día, cuando no se les permite hacer
todo lo que ellos quieren, ni cuando ellos quieren.
·
Aprender a jugar con los demás, lo que implica
aceptar las reglas del juego, respetar los turnos, aceptar los resultados.
·
Aprender a compartir, no sólo los objetos sino
también los afectos.
·
Aprender a escuchar, a memorizar, a ejercitar
destrezas manuales y, en general, a utilizar facultades que hasta entonces han
sido empleadas sin objetivos precisos.
El papel del maestro
El papel del profesor o la profesora en esta etapa debe
orientarse deforma prioritaria a favorecer la implicación de alumnos y alumnas
y estimular su capacidad de esforzarse. Debe tener en cuenta para ello algunas
estrategias que, de forma general, pueden resumirse en buscar la adecuación de
las diversas pautas educativas a las necesidades tanto del grupo como de cada
alumno, a fin de favorecer el interés (colectivo y particular) y poder anclar
en esa actitud las exigencias de un rendimiento cada vez mayor.
Desde esta perspectiva, cuya finalidad es la
personalización del esfuerzo, la acción educativa debe tender, entre otros
objetivos, a:
1.
Suscitar el interés de los alumnos, diseñando
una variedad de actividades motivadoras que promuevan o faciliten el esfuerzo y
logren captar el interés del niño. Por ejemplo, el maestro o la maestra puede
recurrir al ”auxilio” de un personaje que sistemáticamente sea el encargado de
comunicar y transmitir determinados conocimientos: el Cuentacuentos, Doña
Sorpresa, El Hombre Aventuras, la Marioneta, Sabelotodo… Con ello reforzará la
motivación y creará pautas regulares de aprendizaje que pueden desembocar en
hábitos que faciliten la realización de las tareas.
2.
Ayudar a organizar la información y ofrecer las
herramientas necesarias que posibiliten la adquisición de los conocimientos y
refuercen la confianza en las propias capacidades. En este sentido es muy
importante saber seleccionar los materiales apropiados: juegos, láminas, libros
de imágenes, audiciones musicales…
3.
Diseñar estrategias para superar las dificultades,
disfrutar los logros y compartir unas y otras experiencias con los demás. Es
importante que los alumnos exterioricen sus sentimientos, y sepan expresar sus
alegrías y temores, por que de esta forma, al realizar el esfuerzo de
verbalizar lo que les preocupa, habrán dado el primer paso para poder encontrar
posibles soluciones y descubrirán en sí mismos potencialidades que desconocían.
4.
Mantener la continuidad en la exigencia. Para
ello, siempre que sea posible, los alumnos deberán permanecer con el mismo
educador o educadora durante toda la etapa de Educación Infantil. Es asimismo
imprescindible la coordinación entre los diferentes docentes que intervienen en
el proceso educativo, ya que en esta etapa una excesiva oscilación entre los
estilos educativos y las diferentes improntas personales puede producir
inseguridad en el alumno.
Esfuerzo individual y colectivo
El diseño de las actividades escolares, cuya progresiva
superación de dificultades debe ir acompañada de una también creciente capacidad
de exigencia, ha de tener asimismo presente la doble dimensión, individual y
colectiva, en que se produce el proceso educativo.
En este sentido, hay que procurar disponer
equilibradamente de actividades tendentes a potenciar el esfuerzo individual (a
través de trabajos personales) con otras que requieren un esfuerzo colectivo
basado en las aportaciones individuales (diseño y realización de murales en
grupo, representación de pequeñas obras de teatro, creación de un cuento o un
poema colectivo, interpretación de una obra musical).
La importancia de la valoración
Probablemente, la estrategia más adecuada para
estimular convenientemente el esfuerzo es el de valorarlo. Aspectos relevantes
en este sentido son el fomentar y subrayar la alegría como resultado del logro,
de las metas alcanzadas, para lo cual es preciso establecer con concreción
dichas metas a fin de que su percepción no ofrezca dudas y su consecución sea
percibida de forma inmediata por el alumno, lo cual redundará en la
consolidación de la propia autoestima.
No obstante, es preciso presentar el esfuerzo como
un progreso sostenido a lo largo de un proceso de aprendizaje (es decir, como
un valor en sí mismo),y no tanto como un impulso particular ligado a la
consecución de un resultado inmediato.
Finalmente, es necesario disponer los métodos
idóneos para hacer posible tanto la evaluación externa del esfuerzo individual
y colectivo como la autoevaluación. En el primer caso, la exposición pública de
trabajos o la puesta en común son por sí mismas acciones que permiten una
percepción valorativa del esfuerzo realizado y los logros conseguidos. Un
ejemplo de cómo reflejar la consecución de esos logros es el de confeccionar
murales que se irán completando con símbolos que indiquen el objetivo alcanzado.
En cuanto a la autoevaluación, se trata de iniciar
la necesaria reflexión personal sobre el proceso de aprendizaje, a través del
diálogo con el alumno y poniendo en evidencia los frutos del esfuerzo.
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