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El relativismo no puede educar



Quien pretenda educar tiene que aclararse antes sobre en qué consiste ser buena persona, pues solo así podrá saber en qué quiere que se convierta el educando, solo así sabrá hacia dónde orientar el proceso educativo. Y hoy día hay muchos adultos –padres, profesores– que no se aclaran sobre en qué consiste ser buena persona y por eso no pueden educar por mucha buena intención que pongan en el intento. Educar exige como presupuesto, como condición sine qua non, tener razonablemente claro qué cosas son buenas y malas, qué hace al educando bueno o malo. Por eso el relativismo es un impedimento absoluto para la educación; en el relativismo es imposible educar.


La mayor dificultad para educar hoy es la pandemia relativista que lleva a muchos a no aclarase sobre qué es una buena persona. Quien no tiene un proyecto de persona buena no puede ayudar al niño y orientarle para llegar a ser buena persona que es en lo que consiste educar: ayudar al niño a extraer todo el potencial de bien y verdad que lleva dentro. El problema específico y singular que existe hoy para educar no está en los niños; está en los adultos que se han dejado dominar por el relativismo moral y lo transmiten a los educandos.
¡Cuántos niños de hoy no saben que existen cosas buenas y malas, que hay cosas que les hacen buenos y otras que les hacen malos y que podemos distinguir con razonable precisión y certeza unas y otras! Y no lo saben porque nadie nunca se lo ha dicho. Tales niños no pueden ser buenos pues ser bueno consiste en enamorarse del bien; y para enamorarse del bien hay que conocerlo previamente; y para conocerlo alguien tiene que mostrarlo. En esto consiste la educación: en mostrar el bien haciéndolo atractivo, deseable, digno de esfuerzo; es decir, en algo que resulta materialmente imposible para el relativista.
Esta es precisamente la esencia de la educación: transmitir valores y hacer atractiva la virtud; poner delante del niño lo bueno, un proyecto ilusionante de ser humano, mostrarle en qué consiste ser bueno y animarle a intentar serlo. Para hacer bien eso basta con saber qué cosas son buenas y qué cosas son malas. En definitiva, educar es bastante fácil si uno sabe en qué consiste ser buena persona; y es muy difícil o imposible si uno no se aclara al respecto.
Educar a un niño, abrirle al mundo de los valores, encariñarle con el bien de que es capaz, exige animarle a mirar con cariño lo bueno existente en la realidad de las cosas; ayudarle a mirarse a sí mismo y descubrir la dignidad que tiene; ayudarle a aprender que si quiere ser feliz y llevar una vida plena no puede hacer cualquier cosa con su cuerpo; ayudarle a observar a los demás y ver todo el bien que hay en ellos y que por tanto debe cuidarlos, respetarlos y quererlos; ayudarle a contemplar la realidad que le rodea y descubrir que es buena y, por tanto, digna de respeto.
¿Cómo educamos? Con cariño, con ejemplo y con palabras. Educar es convivir amando; si queremos a los que tenemos a nuestro lado utilizaremos casi inconcientemente el gran medio que tenemos lo seres humanos para influir en los demás —en nuestros hijos, en nuestros amigos y en la sociedad en su conjunto—, que es mostrarles con nuestro ejemplo y nuestra palabra qué es valioso, qué merece la pena. Educar consiste en mostrar con la propia conducta el bien posible y en hablar con cariño de lo bueno y valioso, haciéndolo así atractivo y deseable para el educando.
Educar eficazmente exige hablar mucho con los educandos desde muy pequeños y siempre bien de las cosas buenas. Según van creciendo, es fundamental que esa palabra con que les hablamos bien de las cosas buenas la vean ratificada en los hechos de nuestra vida y que nos vean felices viviendo conforme a los criterios que les enseñamos. En la adolescencia es especialmente necesario que la teoría vaya acompañada del testimonio de vidas plenas y felices: nuestra propia vida puede hacer atractivos o sospechosos los valores que queremos transmitir a nuestros hijos o alumnos. ¿Cómo transmitimos valores? Hablando bien de las cosas buenas y, en la medida de lo posible, mostrándolas hechas vida en nosotros mismos.
Así iremos formando a nuestros hijos y alumnos en el amor al bien, les haremos apreciar los valores positivos como algo deseable y digno de ser perseguido, les ayudaremos a llevar consigo su propio ambiente y a no dejarse arrastrar por el que encuentren en la calle. Tenemos que formar en ellos personalidades fuertes. No podemos tener miedo a la libertad de nuestros hijos y alumnos; tenemos que amar su libertad y reforzársela dándoles criterio, ayudándolos desde pequeñitos a asumir su libertad y responsabilidad, a elegir, a optar, porque eso será lo que irá creando el hábito de decantarse por lo mejor, por lo valioso. Y sin escandalizarnos ni abatirnos si se equivocan una o muchas veces; de los errores también se aprende cuando las ideas están claras.
Para transmitir valores, para educar, lo primero que hay que hacer es superar el relativismo. Esa es la gran obligación nuestra como padres, como profesores y como ciudadanos responsables: saber cuál es el modelo ideal de persona que tenemos que poner delante de las nuevas generaciones, aclararnos sobre lo que queremos transmitirles. Si renunciamos a priori a transmitir una idea clara sobre en qué consiste ser buena persona les privamos del derecho a intentar ser buenas personas y, por tanto, renunciamos a educar.
Benigno Blanco
Presidente del Foro de la Familia

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