Cuando quien debe impartir justicia cruza la línea: una reflexión necesaria
La reciente resolución del Tribunal Supremo confirmando el cese de Arturo Rodríguez Lobato —por ejercer simultáneamente como juez sustituto y como abogado— vuelve a poner sobre la mesa algo más profundo que una simple incompatibilidad administrativa. Nos recuerda hasta qué punto la confianza en nuestras instituciones depende, en gran medida, de la rectitud personal de quienes las sirven.
1. Un hecho que no es menor
La noticia es clara: el alto tribunal ha ratificado que Rodríguez Lobato firmó varias demandas como abogado mientras seguía ostentando funciones judiciales. La ley lo prohíbe expresamente, y no por capricho, sino porque la imparcialidad del sistema judicial es un pilar que no admite zonas grises.
No estamos ante un error administrativo ni ante una excepción justificable. Estamos ante una conducta incompatible con la esencia misma de la función judicial.
2. No es un delito penal… pero sí una quiebra ética grave
Conviene decirlo con precisión: no se ha tipificado como delito penal. Pero limitar la valoración a lo estrictamente jurídico sería empobrecerla. La gravedad no está solo en la letra de la ley, sino en lo que simboliza el incumplimiento.
Quien ejerce como juez no puede —ni debe— simultanear una actividad que lo sitúe a un tiempo en ambos lados del estrado. No es solo cuestión de reglamento: es cuestión de ejemplaridad, de independencia y de confianza pública.
3. Por qué esta conducta es especialmente dañina
Porque la justicia no es solo procedimientos y autos. La justicia también es credibilidad.
Y cuando un miembro del poder judicial se sitúa voluntariamente en una posición de conflicto de intereses, erosiona la confianza de los ciudadanos, debilita el prestigio de la institución y deja en evidencia una falta de sentido de responsabilidad verdaderamente preocupante.
Un juez no es un técnico que aplica normas: es un garante de la rectitud. Por eso se le exige más.
4. El daño institucional es mayor que la sanción recibida
Aunque el cese es la consecuencia lógica, el impacto más profundo no se encuentra en el expediente administrativo, sino en el mensaje que su conducta envía:
- Que se puede intentar bordear la ley.
- Que se puede jugar a dos bandas en un ámbito que exige transparencia absoluta.
- Que la función judicial puede convertirse en un instrumento al servicio de intereses privados.
Nada de esto es compatible con la dignidad del cargo.
5. Una lección para todos: la integridad no se negocia
Este caso debería servir de advertencia y, a la vez, de recordatorio: cuando la ética se debilita en quienes tienen encomendada la misión de impartir justicia, toda la sociedad se resiente.
La confianza no se impone por decreto; se gana con coherencia.
Y cuando se pierde, recuperarla lleva años.
Comentarios