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La luz de la verdad divina: nada queda oculto ante Dios

 


Introducción:

Queridos amigos, en el Evangelio de hoy, San Lucas nos presenta unas palabras de Nuestro Señor Jesucristo llenas de una profunda sabiduría espiritual y moral. Nos dice Jesús: «Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija, o la pone debajo de un lecho, sino que la pone sobre un candelero, para que los que entren vean la luz. Pues nada hay oculto que no quede manifiesto, y nada secreto que no venga a ser conocido y descubierto.» (Lc 8,16-17). Estas palabras nos invitan a reflexionar sobre la transparencia de nuestra vida ante Dios y ante los demás, y sobre la certeza de que, al final, toda verdad saldrá a la luz.

Desarrollo:

La imagen de la lámpara que ilumina nos habla de la fe que hemos recibido. Una fe que no podemos ni debemos esconder, sino que estamos llamados a compartir con el mundo. Como comentábamos anteriormente, nuestra fe debe ser un faro que guíe a otros hacia Cristo, a través de nuestras obras de caridad, nuestra paciencia y nuestro testimonio de vida. «Iluminar y no difuminar», reza aquel sabio refrán popular y evangélico que mencionábamos. San Mateo nos recuerda: «Brille así vuestra luz delante de los hombres para que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).

Pero las palabras de Jesús van más allá de la simple exhortación a compartir nuestra fe. Nos aseguran, de manera contundente, que «nada hay oculto que no quede manifiesto, y nada secreto que no venga a ser conocido y descubierto». Esta es una verdad fundamental que a menudo olvidamos en el ajetreo de la vida diaria. Tendemos a pensar que ciertas acciones, ciertos pensamientos, ciertas actitudes, pueden permanecer en la sombra, lejos de la mirada de los demás e incluso, insensatamente, lejos de la mirada de Dios.

Y aquí es donde debemos detenernos a considerar una realidad dolorosa que, lamentablemente, vemos manifestarse en el mundo e incluso, a veces, dentro de la propia comunidad de creyentes: el maltrato entre hermanos. Cuando un hermano, movido por la soberbia, la envidia, la ira o cualquier otra pasión desordenada, inflige daño a otro, ya sea de palabra, de obra o de omisión, puede llegar a creer que su acción quedará impune, que el sufrimiento que ha causado permanecerá oculto. ¡Qué equivocación tan terrible!

Ante los ojos de Dios, nada de esto queda oculto. Él ve cada lágrima derramada, escucha cada gemido de dolor, conoce la herida infligida en el corazón del hermano. Y si bien es cierto que Dios es infinitamente misericordioso y siempre está dispuesto al perdón para aquel que se arrepiente sinceramente, también es un Dios justo. Actuar en esta vida con crueldad, con desprecio por la dignidad del prójimo, con indiferencia ante su sufrimiento, tiene sus consecuencias.

La posible consecuencia de una vida marcada por la crueldad y el maltrato, si no hay un arrepentimiento genuino y una conversión profunda, es la separación de Dios. Aquel que persistentemente se niega a ver la luz de la verdad divina, que prefiere la oscuridad de sus malas acciones, corre el riesgo de quedarse en esa oscuridad para siempre. La justicia divina no es un acto de venganza, sino la constatación de la elección que cada alma ha hecho. Si elegimos la crueldad, nos alejamos de la fuente de todo amor y bondad.

Jesús concluye este pasaje diciendo: «Mirad, pues, cómo oís; porque al que tenga, se le dará; y al que no tenga, aun lo que crea tener se le quitará». Estas palabras, que ya comentamos en nuestro anterior intercambio, refuerzan la idea de la responsabilidad que tenemos al escuchar la Palabra de Dios y al responder a su gracia. La fidelidad en las pequeñas cosas nos prepara para recibir mayores gracias. La negligencia, por el contrario, nos empobrece espiritualmente.

Conclusión:

Que este Evangelio de hoy nos sirva como un llamado de atención y una invitación a vivir con la transparencia que agrada a Dios. Recordemos que nada de lo que hacemos queda oculto a su mirada amorosa y justa. Si hemos fallado, si hemos maltratado a algún hermano, no endurezcamos nuestro corazón. Busquemos el arrepentimiento sincero, la confesión sacramental y la firme propósito de enmienda.

Que nuestra vida sea, como decíamos en aquella jaculatoria, un candil encendido que ilumine a quienes nos rodean con el amor y la verdad de Cristo. Y que la certeza de que todo lo oculto será manifestado nos impulse a vivir una vida santa, agradable a Dios, construyendo el Reino aquí en la tierra a través del amor fraterno y la justicia.

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