Cuando el proceso se convierte en trinchera: el fraude procesal
No todo el dolor tiene nombre. A veces lo causa quien más cerca tienes, no con gritos ni agresiones directas, sino con silencios calculados, con tácticas frías, con maniobras que disfrazan la injusticia de formalismo. Hay batallas que se libran en despachos y juzgados, pero cuyo campo de batalla real está en el corazón.
Hoy quiero hablar de algo duro y poco conocido fuera del ámbito jurídico: el fraude procesal. Un concepto legal que, por desgracia, yo mismo estoy sufriendo en carne propia. Y no por parte de un desconocido, sino de alguien muy cercano, movido —lo intuyo— por el rencor, el orgullo y, quizá, por el odio.
¿Qué es el fraude procesal?
El fraude procesal ocurre cuando alguien utiliza el sistema judicial de forma engañosa o abusiva con el fin de evitar una sentencia justa, retrasar el procedimiento, desgastar a la otra parte o incluso manipular la realidad jurídica a su favor. No es un simple error, ni una estrategia legítima de defensa. Es una forma de corromper el sentido mismo de la justicia.
Cómo se comete y con qué propósito
Se puede cometer fraude procesal de muchas formas, pero todas tienen algo en común: quien lo comete no busca la verdad ni el derecho, sino el control, la dilación y la impunidad. Algunos ejemplos frecuentes:
- Suspender vistas judiciales alegando enfermedades con documentación vaga.
- Renunciar el abogado a última hora para forzar aplazamientos.
- Presentar escritos o recursos sin fundamento real, solo para bloquear el avance del juicio.
- Introducir documentos o alegaciones que ya fueron resueltas.
- Tratar de negociar pagos condicionados a cambio de renuncias injustas.
Todo esto no son estrategias legítimas. Son trampas. Y cuando se repiten con frialdad y cálculo, dejan de ser anecdóticas para convertirse en delito.
Las consecuencias: más que jurídicas, humanas
El daño que causa el fraude procesal no es solo técnico ni legal. Es profundamente humano. Te ves atrapado en un procedimiento que no avanza. Cada aplazamiento te consume. Cada maniobra te recuerda que no se trata de un simple litigio, sino de un acto de deslealtad, de frialdad planificada… y en mi caso, de traición familiar.
Es difícil explicarlo sin quebrarse. No porque uno no tenga fuerza, sino porque duele saber que la persona que actúa así te conoce, te ha querido, y aun así opta por destruir desde dentro lo que debiera ser justo.
¿Qué hacer cuando la justicia es la única salida?
Podría quedarme quieto. Podría resignarme, como tantos. Pero la conciencia no me lo permite. He decidido presentar una denuncia por fraude procesal, con todos los datos que evidencian el patrón de abuso. Y además, he iniciado los trámites para solicitar al Colegio de Abogados que evalúe y sancione la conducta de quien, como letrado, ha facilitado estas prácticas, incumpliendo su deber de lealtad hacia el proceso judicial y hacia la verdad.
Luchar no desde el rencor, sino desde la dignidad
No actúo movido por venganza, ni siquiera por rabia. Me mueve una mezcla de dolor y responsabilidad. Porque cuando se permite que el sistema judicial se pervierta, se rompe algo que va más allá del expediente: se rompe la confianza en que la justicia pueda ser un camino de reparación.
Y yo sigo creyendo que lo es. A pesar de todo.
Por eso seguiré, no solo por mí, sino por los muchos que sufren estas injusticias en silencio. Porque no debemos permitir que la astucia del que abusa se imponga sobre el derecho del que espera justicia.
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