En un colegio, como en cualquier organización con vocación de servicio, la confianza es un bien frágil y a la vez imprescindible. Esa confianza se construye lentamente, día a día, con actitudes concretas. Una de ellas —quizá la más significativa para un equipo directivo o cualquier colaborador con responsabilidad— es la capacidad de asumir como propia la tarea encomendada. Esto es, ejercer la responsabilidad con madurez, con coherencia y con sentido de pertenencia.
Asumir, no delegar culpas
En demasiadas organizaciones escuchamos expresiones como: “esto no fue idea mía”, “me obligaron a hacerlo”, o “yo solo cumplía órdenes”. Estas frases revelan una cultura laboral que esquiva el compromiso y que erosiona la confianza.
La responsabilidad auténtica no se limita a cumplir. Implica identificarse con lo que se ha aceptado hacer, defenderlo con profesionalidad ante terceros, y asumir las consecuencias —sean positivas o negativas— sin recurrir a la excusa o la deslealtad encubierta. Incluso cuando una decisión no ha nacido de uno mismo, si ha sido aceptada como tarea, pasa a formar parte del deber asumido.
La importancia del testimonio interno
Una comunidad educativa necesita colaboradores que no solo cumplan funciones, sino que den testimonio de compromiso. Que hablen bien del proyecto, que se esfuercen por comprender la finalidad de una decisión y que, si hay discrepancias, las expongan con lealtad y en el foro adecuado. Porque la crítica que no construye dentro, destruye fuera.
La responsabilidad también se expresa en los pequeños gestos cotidianos: responder con puntualidad, cerrar adecuadamente un proceso, completar una tarea con excelencia, interesarse por su impacto. No se trata de perfección, sino de conciencia de misión.
Una cuestión de cultura y de liderazgo
La responsabilidad en el trabajo no nace de los reglamentos ni de las fichas de seguimiento. Se contagia desde arriba, se exige desde el ejemplo. Cuando el director o el coordinador asume errores, da la cara por su equipo, responde con claridad y evita el protagonismo, está sembrando una cultura de responsabilidad. En cambio, cuando se escuda en el cargo para imponer o para desentenderse, el equipo pierde motivación y empieza a protegerse en lugar de implicarse.
La madurez como base del compromiso
No hay responsabilidad sin madurez. Y la madurez no se mide por la edad o la experiencia, sino por la capacidad de hacerse cargo de lo que uno ha aceptado. El profesional responsable no necesita vigilancia constante. Su palabra es fiable, su actitud es serena, y su estilo de trabajo genera confianza.
Conclusión
En tiempos en los que se valora lo inmediato y lo superficial, cultivar una cultura de responsabilidad sólida y visible es uno de los mayores regalos que podemos hacer a una institución educativa. No se trata solo de resultados, sino de personas que responden, que se comprometen, que dan la cara… y que hacen del trabajo una oportunidad de crecer y de servir.
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