
No nacemos cual "tabula rasa". Nuestra mente no está en blanco. Nuestro cerebro "hereda" predisposiciones intelectuales y psicológicas, pero su desarrollo depende de las oportunidades que el ambiente les brinde.
La personalidad se conforma en las relaciones interpersonales. Las relaciones más importantes son las familiares.
El desarrollo intelectual está mucho más condicionado por la personalidad que ésta por la inteligencia. Por esta razón la gente inteligente no se libra de padecer trastornos psicológicos y a la inversa, muchos deficientes mentales tienen personalidades equilibradas.
Cada miembro de una familia aporta al funcionamiento del grupo familiar los rasgos de su propia personalidad que pueden encajar, o no, con los del resto de los miembros. Se genera así una red de relaciones interpersonales con características propias a la que llamaremos "personalidad de la familia".
El análisis de la personalidad de la familia se puede hacer desde múltiples puntos de vista. Sin embargo es sencillo y práctico el uso de unas pocas dimensiones básicas que sirven de guía en este análisis y que son fáciles de recordar.
Al describir estas dimensiones hablaremos de familias sanas y disfuncionales. La familia completamente sana es una utopía. Describirla es, no obstante, necesario para tener un punto de referencia tanto para el diagnóstico como para una posible reconstrucción de la personalidad familiar.
Dimensiones para el análisis de la personalidad familiar.
El liderazgo.
El estudio del liderazgo en la familia se une al estudio de otras dimensiones de análisis relacionadas como la autoridad, la toma de decisiones y la formación de coaliciones entre los miembros de la familia.
En una familia sana la autoridad está claramente en manos de los padres y es compartida armónicamente por ambos. Es solida pero no dictatorial. Toma en cuenta los deseos y los sentimientos de los otros miembros. Muy frecuentemente las decisiones son negociadas obteniendo consenso y compromiso personal de los miembros de la familia.
La coalición entre los padres es fuerte y no hay otras que compitan con ella. Cada padre ve al otro competente y ambos realizan sus tareas con flexibilidad.
Una familia comienza a ser disfuncional cuando aparecen patrones rígidos de dominio y sumisión. Uno de los miembros, generalmente uno de los padres, acapara la autoridad e influye en las decisiones sin tener en cuenta suficientemente a los demás. Hay entonces poca negociación, consenso o compromiso. En los miembros sometidos comienza a aparecer resignación, insatisfacción y rebelión encubierta. La familia puede ser capaz de resolver sus problemas pero las decisiones reflejan los deseos del individuo dominante. La relación entre ambos esposos puede estar minada por los sentimientos derivados de este tipo de relación. Es frecuente que ambos desconfíen de las capacidades psicológicas e intelectuales del otro.
En casos más graves subyacen conflictos crónicos que nadie afronta con eficacia. Los miembros de la familia discuten constantemente pero generalmente son incapaces de tomar decisiones. Los hijos son utilizados como aliados por uno u otro cónyuge y a menudo buscan refugio fuera de la familia o enferman psicológicamente.
Si la gravedad aumenta la familia carece de autoridad consistente. Las relaciones de dominio y sumisión han dejado paso a una desconfianza que produce temor a ser dominado mezclada con deseos de dominar y temor a la responsabilidad de tomar decisiones. La familia es incapaz de conversar o discutir con una finalidad definida. Sus discursos no tienden a ninguna conclusión. Este tipo de familias es incompetente ante los problemas de la vida.
Identidad y límites.
En una familia sana la identidad de cada individuo está claramente delimitada. Es fácil saber lo que cada miembro siente o piensa. Se miran y se tocan con confianza y espontaneidad. Es posible observar actitudes de simpatía y devoción mutua. Cada miembro de la familia cuenta y no se hacen indebidamente atribuciones de tipo general. Claramente los padres representan el estatus de adultos sin dificultar que los hijos crezcan ganando autonomía. La unión de los miembros de la familia no dificulta sus relaciones con el entorno social. La familia sana es capaz de generar miembros autónomos.
Cuando una familia comienza a ser disfuncional sigue conservando claros los límites de las identidades de sus miembros pero se observa una creciente distancia emocional entre ellos. Ante un observador extraño pueden aparecer como sospechosamente corteses unos con otros o manifiestan más o menos abiertamente sus reproches. Si el estado de la familia se agrava los miembros de la familia parecen amarse y odiarse a la vez. Todos son presa de inseguridad y desconfianza. Puede resultar difícil saber lo que piensa o siente realmente cada miembro ya que opinan unos por otros y se atribuyen sentimientos y deseos supuestos. No hay claridad en los papeles a desempeñar y se rompe el límite entre generaciones. Así por ejemplo un niño puede recibir confidencias de un padre para las que no está preparado. La identidad de cada miembro se diluye perdiendo intensidad la conciencia de sus propias ideas y deseos.
Este tipo de familias soporta mal los cambios en sus miembros y dificulta el desarrollo de la autonomía produciendo miembros patológicamente dependientes.
Afectividad.
En una familia saludable sus miembros expresan abiertamente todo genero de sentimientos responsabilizándose de ellos. Se percibe claramente intimidad entre los padres y hay una gran tolerancia con los sentimientos incluso con los aparentemente negativos, conservando un humor básico armonioso y cálido. Los sentimientos de cada miembro encuentran respuestas empáticas en los demás.
En una familia que comienza a ser disfuncional, sus miembros articulan bien sus ideas y opiniones pero no expresan claramente sus sentimientos. Si estos se expresan pueden ser perturbadores para otros aunque sean positivos. Sin embargo la angustia y el descontento acaban por expresarse mientras otros sentimientos son negados o enmascarados. Usualmente evitan expresiones autenticas de intimidad y ternura. El humor básico de la familia se tiñe de ansiedad.
Si la disfunción familiar se hace grave el afecto familiar se impregna de pesimismo, criticismo y desesperanza. Algún miembro puede buscar afecto fuera del medio familiar.
Comunicación.
En la familia sana tanto la comunicación de ideas como de afectos es abierta y fluida dentro de un clima de confianza. Cada propuesta encuentra acogida y respuesta en los demás miembros de la familia. Se observa claridad en la sintaxis y, a menudo, ideas abstractas y metáforas compartidas por el grupo. Hay consistencia entre el discurso verbal, el gestual y la conducta.
Cuando las relaciones familiares enferman primero se pierde la comunicación de sentimientos para si la situación se agrava perder también la capacidad de comunicar ideas. Se observan contradicciones, confusión e inseguridad. Los miembros de la familia se oyen pero no se escuchan. En su discurso no parecen tener en cuenta lo que los otros miembros han dicho. Hay malas interpretaciones, críticas mutuas y discusiones sin objetivo aparente ni conclusión.
Solución de problemas.
Una familia sana reconoce claramente sus problemas e intenta soluciones de manera negociada entre sus miembros. Proporciona criterios y guía para que los hijos solucionen sus problemas vitales coherentes con su cultura, religión y economía. Son además, capaces de organizar actividades como grupo repartiendo adecuadamente las responsabilidades.
Cuando la familia comienza a ser disfuncional los problemas pueden ser resueltos por el individuo dominante con poca o nula participación de los demás. Los conflictos, ocultos o expresados, entre los miembros de la familia pueden hacer inútiles los esfuerzos por lograr soluciones. En otros casos se niegan los problemas o se atribuyen a causas no cotrolables por la familia para evitar sentir responsabilidad.
Tareas del ciclo vital familiar.
Etapa marital.
La pareja marital ha de ser una coalición entre iguales con un fuerte sentido de futuro. Esto significa tener decisiones y planes compartidos sustentados por sentimientos de intimidad y complementariedad. Para que esta etapa sea realmente familiar los planes deben incluir la preparación de la paternidad.
Cuando no hay coalición sino solo necesidad suele perderse el sentido de futuro. En esas circunstancias el curso de la vida se siente como algo impuesto, no querido. Es fácil que los hijos sean, tal vez aceptados, pero no queridos.
Si los miembros de la coalición marital no se consideran mutuamente equivalentes la familia nace con un reparto de poder desequilibrado.
Si no hay sentimientos de intimidad y complementariedad la coalición marital se debilita.
Nacimiento y crianza.
Son tareas básicas de este periodo proteger, compartir el cuidado del bebé, responder adecuadamente a sus demandas, estimularlo con el juego, el habla y el afecto, estableciendo sentimientos básicos de confianza. Los padres son mediadores entre el mundo y la mente del niño. La capacidad de atención y la distinción de los objetos dentro del entorno perceptivo así como su valoración se desarrolla por medio de los señalamientos y expresiones emocionales de los padres. Estos procesos son el fundamento del desarrollo cognitivo posterior. Los padres deben acompañar al niño desde el mundo subjetivo infantil sometido al deseo, a la limitada y a menudo frustrante realidad y desde el mundo individual de los propios deseos hasta el mundo de deseos compartidos, complementarios u opuestos del mundo social.
La confianza es la primera condición para la relación interpersonal sana. Los conflictos familiares con el niño pueden ocasionar en él sentimientos de inseguridad que arrastrá toda la vida y pueden ser origen de patología psíquica.
La desconfianza básica puede generar aislamiento o deseos anormales de dominio sobre los demás que pueden tratar de satisfacerse real o imaginariamente.
La tarea fundamental de los 18 primeros meses de vida puede resumirse por tanto en conseguir confianza y afectos básicos apropiados para la relación con los otros y con los objetos del mundo.
La autonomía.
El desarrollo de la autonomía es inherente al desarrollo del ser humano, pero hay etapas en las que la autonomía es un factor decisivo. Entre los dos y cuatro años el niño desarrolla muy importantemente su autonomía motriz a la vez que abre su comunicación fuera del medio familiar. Todo ello necesita ser regulado por los padres. Evidentemente el niño no puede molestar a los vecinos, jugar con electricidad o con fuego. Si la familia se excede en contolar, atemorizar o avergonzar al niño o lo hace creando resentimiento en él el desarrollo de la autonomía puede fracasar. La defensa típica es usar excesivamente la palabra "NO".
El niño puede entonces quedar inclinado a sentimientos de vergüenza y de duda, tendencias que pueden ser con el tiempo permanentes.
De la vergüenza no solo se deriva timidez y retracción social sino también desconfianza en las propias capacidades e inhibición. Esto perturba el desarrollo intelectual pues no se afrontan muchas situaciones necesarias para el aprendizaje.
La inclinación a la duda es muy frecuente en sujetos que han crecido en familias con una estructura autoritaria en la que no existía ninguna forma de participación. Son gente que no ha aprendido a decidir por si mismos. Cualquier proceso intelectual requiere valorar y tomar decisiones. El desarrollo intelectual se interfiere sobre todo en los procesos ejecutivos es decir en aquellos relacionados con la planificación y ejecución de acciones.
La iniciativa.
El niño no solamente quiere hacer las cosas por si mismo sino que sobre los cinco años se acreciente notablemente su iniciativa. Cada iniciativa trae consecuencias positivas o negativas. Los padres pueden apoyar unas y reprimir otras o tal vez ignorar unas, otras o ambas.
En esta edad el niño va aprendiendo a afrontar el resultado de su iniciativa ello puede llevar al fortalecimiento del sentimiento de culpa. Existe un sentimiento de culpa normal y otro patológico. Hay padres que intentan controlar las iniciativas del niño provocando en él sentimientos de culpa. En casos graves este sentimiento puede ocasionar excesivo temor a tomar iniciativas. La falta de iniciativa mina la capacidad de decisión y genera dependencia patológica, es decir personas que necesitan que otros decidan por ellos, adherencia rígida a normas, grupos sociales, sectas o instituciones. La consecuencia cognitiva es la falta de ideas propias y la falta de inclinación a buscar soluciones por uno mismo.
Si el sentimiento de culpa no se establece la posibilidad de que después encontremos un adolescente inclinado a la delincuencia es grande.
La persona sana desarrolla iniciativa unida a responsabilidad. Si la culpa aparece, siempre va unida a deseos de reparación. Una culpa que carente del impulso de la iniciativa que se autocomplace en el lamento y en la búsqueda de conmiseración, es patológica.
Industriosidad.
Desde los siete u ocho años hasta la adolescencia el niño debe desarrollar sentimientos de competencia basados en logros reales acomodados a sus capacidades. Estos logros le permiten ir creando un mundo propio de objetos y relaciones personales. Se afianza su papel dentro del grupo de sus amigos y empieza a exhibir habilidades para deportes, aficiones o temas escolares. Sus adquisiciones no son aisladas sino que van construyendo un mundo que es expresión de sus capacidades. El fracaso en este proceso lleva al sentimiento de inferioridad. Por si mismo este sentimiento frena el desarrollo intelectual quitando fuerza o anulando las motivaciones intrínsecas del sujeto. También puede reactivar problemas latentes de otra índole.
Identidad.
Con la llegada de la adolescencia se producen muchos cambios psicológicos. El proceso más importante es el afianzamiento de la identidad personal. La identidad es difícil de definir. Parece que está relacionada con objetivos a largo plazo, estilo de vida, elección de profesión, patrones de relación con amigos, de conducta, de orientación sexual, identificación religiosa, valores morales y lealtades de grupo. Todas estas cosas son muy importantes, sin embargo, tal vez el fundamento de la identidad es el sentirse dueño de los propios deseos. Es muy frecuente el caso del muchacho que tras una infancia "ejemplar" durante la cual siguió pasivamente las normas y los gustos de la familia desarrolla una franca rebeldía. Intenta encontrar una identidad por oposición y obviamente no la encuentra. Cualquier observación de sus padres se convierte en una intromisión insufrible. Imita modelos externos a veces extravagantes. Es la época en la que pueden aparecer la anorexia mental, la esquizofrenia, la homosexualidad y el uso de drogas.
La falta de sentimiento de identidad impide la intimidad y por tanto incapacita para las relaciones estables. Se teme ser dirigido pero se necesita dirección. Se necesita compañía pero no se soporta ser visto tal y como en realidad se es. Se teme ser rechazado, no querido y utilizado sintiendose indefenso ante esas situaciones.
La tarea de la familia consiste en esta etapa en ayudar al joven a encontrar sus deseos respetando, aún con riesgo, sus propuestas vitales que emanan de su libertad. Es la época en la que el joven necesita un apoyo incondicional de su familia mientras siente que su autonomía es ya casi total. Evidentemente su autonomía no puede ser total en la práctica, pero si siente dueño de si mismo y de las decisiones que toma para su futuro atravesará con éxito esta etapa.
La seguridad de que su identidad se mantendrá ante la posible influencia de los demás le permitirá relaciones con suficiente nivel de intimidad como para formar adecuadamente una nueva pareja marital.
*Por Jorge Muñoz Ruata
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